<< En el cuarto piso se ofrecían bebidas,
era algo hipnótico, gente tripolar que te ofrecía cerveza por la calle, entre
tanta cerveza y colegueo, llegó el escote, llegó la somnolencia y sus derivados
hipnóticos que nos llevaron a la profunda cabezada...
Nuestros
pies rozaban el mar rojo apiadándose del ímpetu de Egipto, en él, un faraón
ciego. Su majestad nació ya sin tal facultad, siendo privado de pequeños
placeres como ver ponerse el sol por encima del Nilo, leer los textos que sus
escribas se esmeraban en elaborar o contemplar la preciosa pirámide que su
pueblo preparaba para él, la ceguera de un emperador manipulaba el dominio de
una arena en permanente cambio. Pese a seguir siendo un faraón, sus plebeyos
aprobaban su mandato, pues era un dirigente justo y leal a su gente, dirigente
de manos, dirigente de encuentros, dirigente de piedades bondadosas, la
infinitud del gozo respaldado en un faraón sin ojos. Fue él quien decidió que
sólo algunos hombres voluntarios participaran en la edificación de su tumba,
fue él quien revolucionó lo centenario dándole así una forma elíptica y
perfecta. El arquitecto real se esforzaba en seguir paso a paso las peticiones
del faraón, las directrices de un proyecto sin imagen, aunque a veces
resultaran un tanto pomposas, pues su majestad carecía de la sensibilidad de
haber visto antes alguna otra pirámide erguida por sus antepasados, aquel
faraón privado de imagen debía construir más allá de sus sueños un pétreo
edificio, que magullara la percepción de caridad de toda la historia.
La
gratitud de lo invidente, lo efímero de lo perecible, la antitesis del placebo,
todo aquello lo percibía, lo mandaba, lo sentía.
Las obras
ya estaban muy avanzadas, la construcción avanzaba sin tregua. Miles de
pedruscos llegaban cada mañana de las canteras del nacimiento del Nilo en
barco, huecos de piedra que encajaban en la superficie de su alma, huecos de
alguien con el don y el espíritu suficiente para apresar lo imposible, para
seguir en la creencia empírica de la imaginación y de crear el mar donde sólo
había oscuridad. Los operarios se encargaban de pulirlas, tallar su forma y
colocarlas con cariño en su puesto. Hombres vigorosos cargaban con ellas y delicados
artesanos tallaban motivos florales en sus caras exteriores e interiores. La
pirámide empezaba a tomar forma, lejos de parecerse a ninguna edificación de la
época.
Noches
antes de su finalización, el faraón empezó a reunirse a solas con el arquitecto
real. Pasaban horas y horas hablando encima de planos, horas de dudas y
cornucopias, comentando maquetas. Su majestad palpaba las maquetas del
constructor y añadía elementos con arcilla o arrancaba alguna de sus partes
conceptuales, a la luz de una lámpara de aceite, tales reuniones podía
postergarse hasta el amanecer, con el arquitecto desesperado y el faraón
hablando tranquilamente sobre sus peticiones, las ideas fluían por el Nilo
mientras un aluvión de encuentros, proferían la identidad de tan majestuoso
edificio, debate intenso se filtraba en las paredes, aún así, el artesano
entendía lo que su cliente le explicaba al detalle.
Al
terminar su vigésima reunión con el proyectista, el soberano, cansado por el
desgaste de la planificación, decidió descansar en sus jardines reales,
escuchando el sonido de las ranas mientras se apareaban. Derecho, con los
brazos cruzados detrás de la espalda, examinaba el aire que procedía del
exterior, se empapaba con los placeres hormonales del ambiente, jugaba a rozarlos,
acariciarlos y poseerlos, de pronto, un soplo de una fragancia desconocida se
coló en sus sentidos. Era un perfume nuevo para él, a pesar de ser un gran
conocedor de las más exquisitas fragancias. Reconocía el ardor del azahar, la
nobleza de la madera de ébano y la calidez de un cuerpo. Por primera vez en su
ciega vida supo lo que era conocer una visión, pero no pensaba quedarse ahí.
Con su
agilidad mermada por la discapacidad y su avanzada edad, bajó los peldaños que
separaban sus jardines del resto de mortales, siguiendo el perfume, la
serpiente de placer acometía en su espalda, filtrándose por cada uno de los
poros. Parecía llevarle a sus propios telares, allí, centenares de mujeres y
niños tejían alfombras y tirantes. El faraón no podía apreciar la belleza de
las formas de las telas y nunca antes había entrado en el taller de las
costureras, no podía apreciar el devenir cromático, la parsimonia etílica de la
textura, la espesura de las mujeres, no perdió su fragancia y se adentró entre
las mujeres, apartando jarras peligrosamente llenas de aceite perfumado y
montones de lana sin hilar. En el fondo del pequeño telar, encontró su
recompensa, una joven, con mucha maña, tejía una pequeña manta. Él percibía sus
movimientos, como si alguien recorriera su piel explicándole como movía ella
sus manos. A cada zarpazo de su telar una andanada perfumada le hacía
estremecerse de placer. Eran sus manos, no… sus brazos, dudaba… su cuerpo,
puede que sus movimientos o el vaivén de su pelo. Fuere como fuere, salió del taller
trastornado.
A la
mañana siguiente ordenó que se presentara en sus aposentos su arquitecto. Le
citó para sus próximas veinte noches. El artesano, horrorizado, pidió una renta
de quince noches, su majestad redujo hasta las dieciocho.
El
éxtasis de la belleza en la virtud de un ciego se transforma en una visión de
lo imposible echa realidad, en un nuevo paradigma.
Las
siguientes semanas desgastaron mucho al faraón, pues se reunía hasta altas
horas de la madrugada con el arquitecto y se pasaba casi toda la mañana
revisando los avances en su telar, ante el asombro de los mandamases del
taller. En sus reuniones con el proyectista afilaba su tumba, desdibujando
antiguos planos del artesano, sugiriendo de nuevos y disparatados ideales para
una pirámide.
A la decimoctava noche, el
faraón pereció. El soberano, según el informe médico, acusó sus pocas horas de
sueño y un desgaste físico desmesurado para su edad, sus compañeros más fieles
entristecieron. Los habitantes de su voluptuosa polis lloraron la nueva y el
país entero rompió a llover, sin olvidar que su proyecto post-mortem aún seguía
en pie y estaba apunto para ser inaugurado y puesto en escena para el cuerpo
del faraón.
En la que
fuere la decimonovena noche un pueblo viudo acudió enfrente de la meticulosa
pirámide, sin grandes ofrendas ni ningún aparatoso ritual, el cuerpo del
soberano fue guardado en las entrañas de su capricho piramidal. Cuarenta
hombres llevaron sus restos hasta la sala central, luego volvieron al exterior
por dónde vinieron, sellada la pirámide, su gente empezó a desfilar hacia sus
hogares, plomo en sus manos, dorados arsenales en sus tobillos, todos excepto
el ciudadano menos acorde con las obras, el mismo arquitecto. Sólo él proyectó
la extraña pirámide. Evitó la excentricidad de una pirámide cuadrada, primera
propuesta descartada del faraón, pero no pudo lograr convencer a su majestad de
adornar el recubrimiento de la pirámide con tela, cada una de los enormes
bloques de piedra con un manto, cada uno diferente, elaborados uno a uno por
sus telares. La combinación, cromáticamente caótica, dañaba la vista, pues su
majestad no acertó en la combinación de colores adecuada, más cada una de las
mujeres y cada uno de los infantes que acudirían día tras día enfrente de la
pirámide podría sentirse realizados, contemplando su extraño manto real, una
pirámide tapizada con miles de bloques de colores, con miles de telas
perfumadas, con miles de procedencias diferentes.
No todo
quedó zanjado, quedó aún algún pequeño resquicio ambulante de la situación. La
muerte del Faraón no fue en vano. Él redactó una carta hablando de un destino,
su estimado destino:
Soy
consciente de mi situación al escribiros tal misiva, he blasfemado acerca de
vuestras libertades, acerca del desarrollo de nuestras vidas y aún sigo
creyendo en el libre albedrío e infravalorando las normas predictaminadas en
algún estilo prosaico arcaizado. No pretendo pedir perdón, soy fiel a mis
creencias y seguiré siendo libre aunque caiga en vuestras redes innumerables
veces, pero debo preguntaros algo.
Algunas
veces nuestras desdichas hacen que apartemos nuestra incómoda libertad y nos
escudemos detrás de unas imposiciones vitales, unos gestos o acciones que no
somos capaces de desobedecer, viéndonos forzados a cometer faltas en nuestros
principios. No se trata de un caso personal, aún no he sentido la necesidad de
protegerme ante vuestras futuribles líneas, pero si de vuestros descabellados
caprichos. Arrancáis aquello que más valoramos dentro de nuestros pecados
voluntarios, actuáis con una libertad en la que nunca habéis creído, cumpliendo
vuestras pesadillas acerca de la libre actuación individual. Terminareis
desencajando vuestro poder si concedéis ojos a aquellos cegados que se quemaron
mirando al sol de aquel eclipse que desearon verlo consecuentemente.
Cierro lo
que vos ya habéis abierto, vuestra caja de Pandora particular. Ya no podéis
frenar, rompisteis el salvavidas, aquel que vos tan poco necesitabais, aquel
que regalasteis a vuestro hermanastro gemelo, a vuestro mellizo opuesto, la
libertad. Sentid como se corrompe, como el libre albedrío se contamina con
vuestros errores o vuestros caprichos. Habéis deseado la muerte de vuestro
enemigo olvidando que sin batallas no hay vencedores. A veces, la vida, se pone
de un color morado, con toques granates, y da gusto verla, a veces se torna
blanca como el armiño…
Bajo la
ducha. Mirando al cielo. Tirando a canasta. Comiendo el último trozo de pizza.
Saboreando un helado. Al respirar la noche. Cuando aprietas el puño. Cantando
un villancico. El sabor de las fresas. La ternura de un abrazo. El ruido de la
Diagonal. Un lápiz que cruje. Tomando una cerveza, fría. El chapoteo del agua.
El roce de miradas. El porte. Las partes.
Vivir es
aprender, y sigo más vivo que nunca. Me sorprende la sencillez con la que las
cosas deberían fluir, y digo deberían porque con frecuencia no es así. Nadie se
sorprende cuando la impresora se atasca el día de la presentación, o nos
dejamos el compás antes del examen de dibujo. La gente se extraña cuando aquel
semáforo eterno se pone verde justo al llegar, o si nos levantamos un sábado
pensando que es lunes o si dios aún sigue ahí.
La
felicidad asusta, pero no aterra. ¿Quien no la quiere? Ser feliz. No debería de
ser un objetivo, sino una costumbre. Me aterra pensar en no ser feliz.
Aquella
reflexión del alma me estremeció, desperté del sueño con una flor de loto de
madera entre mis piernas, me apresuré a ponerla junto a las otras flores y descendimos
al tercer piso. >>